Voz femenina
Voz masculina
El proyecto nuevo Ícaro
Primer punto, del capítulo La Ciudad De Las Estrellas
Había salido toda la noche de fiesta con sus amigos de universidad, querían celebrar el primer trimestre desde la obtención de sus títulos en la facultad de astrofísica; además Jon, también quería festejar que la había conseguido finalizar con las mejores calificaciones de su promoción —«me voy a coger hoy… todas las que deje escapar estos años», se dijo a sí mismo—; los dos últimos cursos había estado encerrado en su habitación, diseñando y programando un complejo software de simulación de las ancestrales cúpulas celestes que habían existido en nuestro planeta. Esté mérito extra, al final, le supuso obtener una distinción cum laude.
A parte de esa, el chico también poseía la carrera de ingeniería informática. Diez años atrás la había comenzado con tan sólo quince años y, aun así… en varias ocasiones consiguió saltase cursos enteros —está especialidad es de seis cursos/años—, finalizándola mucho antes de lo que se consideraba era lo “normal”.
Muy temprano, extremadamente temprano, a la mañana siguiente… —era jueves y había amanecido como un típico día otoñal, lluvioso y gris— tenía tal resaca que, aunque ya hacía varios minutos había abierto los ojos, aun no tenía las fuerzas necesarias cómo para ponerse en posición vertical u operativa.
En semejante estado de duermevela, dio semejante bote en la cama, al escuchar el estrepitoso timbre del aparato “parlante” del pasado que, a punto estuvo de caerse de ella.
[Ring, ring, riiiiiiiiinnnnnnggggggg] —sonaba el teléfono de carrusel vintage último modelo que había hecho instalar. El joven, aún en estado zombie corría torpemente por el angosto pasillo y atestado de cajas de cartón, de cachivaches varios… para descolgar el auricular a tiempo.
—Buenos días —comenzó a decirle una voz, con un melódico acento span-glis «me suena a que es de alguna isla española, ¿Canarias?, quizás…», acertó a pensar el joven—; señor, señor Reyes Stan, ¿verdad? —seguía diciéndole la voz— perdone sí le interrumpo, pero créame, le mere…
—No, no… —lo interrumpió, mientras trataba de elaborar una educada evasiva— no estoy interesado en lo que venda usted. Y por fav…
—NOOOOOO, ESPEREEEEE —le interrumpió el del otro lado de la línea—, me he expresado mal, discúlpeme. No, no vendo nada, discúlpeme el mal entendido. Bueno, es que… verá… en realidad no tengo por costumbre hacer esto, bueno, ¿ve? me estoy liando otra vez. Le vuelvo a pedir que me perdone. Me llamo Vicente, Vicente Silbo García —«joder, maldita la vez que me ofrecí para realizar esta llamada», pensó, y continúo diciendo— verá, en realidad quiero ofrecerle trabajo. Escúcheme atentamente hasta el final, ¡¡se lo ruego!!!
No sé sí ya se habrá dado cuenta de quién soy, al haberle revelado mí nombre, soy el director de uno de los observatorios más punteros de Asia. Concretamente estamos afincados en la población de Pera Dak, a pocos kilómetros de las ruinas de Angkot Wat. Estamos seguros —quiso enfatizar el empleo que hacía del plural, para dejar claro que no sólo hablaba por él mismo— de que, sobre todo estos días… habrá escuchado y/o leído algo sobre nosotros, en algunas webs, revistas o en redes sociales, especializadas.
Discúlpeme, pero por teléfono no puedo ser más explícito. Le rogamos nos visite y, una vez esté usted aquí… ya podremos revelarle más detalles de la oferta de trabajo, así cómo le explicaremos detalladamente la labor que tendría en el equipo que estamos formando con los cerebros más relevantes de las más variadas especialidades. Díganos que acepta y, de todo lo demás nos encargaremos nosotros.
—¿De cuánto tiempo dispongo para decidirlo? —preguntó el chico, de la manera más “despreocupada” que pudo, aunque en realidad ya lo tenía más que claro, aceptaría… ¡¡¡vaya si ACEPTARÍA!!!—; no obstante, creyó conveniente hacerse el interesante un poco más.
—Cuanto antes —respondió la alegre voz, y continuó en un tono más seco— de hecho, le rogaríamos nos respondiese lo antes posible; el tiempo apremia para llevar a cabo un proyecto tan ambicioso, como es el que pretendemos poner en marcha. ¡¡¡Por favor, hágase cargo!!!, sí fuese tan amable de darnos su respuesta, digamos… AHORAAAAA.
—En ese caso —respondió atropelladamente—, supongo que por ir a escuchar lo que me tengan que proponer… vale ok, acepto. ¿Cuándo sería, cuándo tendría que estar allí?
—No se preocupe por eso, nos ha dicho todo lo que necesitábamos saber. Nos volveremos a poner en contacto muy pronto. Muchas gracias, tenga un buen día.
[Cuándo finalizó la llamada, el auricular del aparato volvía a reproducir un molesto y cotidiano “siseo” de estática]
Se dejó caer en su sillón favorito, ligeramente agitado —«no sólo comenzaría a trabajar en lo que me fascina hacer, sino que, además, me encontraría a muy pocos kilómetros de un lugar que considero prácticamente “MÁGICO”», reflexionaba el joven, con los ojos cerrados, y en su imberbe cara aún no ser había borrado una amplia sonrisa.
[UN MES MÁS TARDE…]
Desde que había comenzado a trabajar en el pequeño observatorio, le encantaba dedicar la “hora de la comida” a una actividad que siempre había soñado poder realizar algún día, ahora, sin embargo… tenía la suerte de poder realizarla prácticamente a diario.
Cuando caminaba entre aquellos inmensos bloques de piedra rojiza, y recubiertos de un musguillo verde-marronzoso oscuro… la mente del joven se transformaba en una verdadera “máquina del tiempo”.
Delante del templo principal había un inmenso y oscuro lago, en el cual se mecían unos grandes nenúfares de un extraño y fluorescente color verde-lima. Desde aquel primer día, en que había contemplado “en vivo” aquella surrealista escena, en la imaginación del chico, el lago se transformaba en un profundo universo, en el cual flotaban unas lejanas galaxias alienígenas.
Algunos conocían aquel misterioso lugar por su nombre más turístico o comercial, “ciudad de las estrellas”. Sin embargo, a él siempre le había gustado más su nombre real: Angkor, Angkor Wat.
No en vano, unos meses antes de comenzar en la universidad —la segunda vez, concretamente— estuvo sopesando la posibilidad de cursar las carreras de arqueología y la de historia (sus otras grandes pasiones). Ahora, sentado en un peldaño, de una de las edificaciones del complejo; como ascuas de aquellas épocas arqueológicas… dejo vagar su mente, lejos, muy lejos de la oscuridad del abismal universo y, por unos instantes recordó:
«era una verdadera ciudad espiritual, que tenía múltiples edificaciones profusamente ornamentadas, con relieves, arcos, volutas rematando los tejados… En el siglo IX, y concretamente durante el reinado de Jayavarman II, que había sido el artífice de la ciudad sagrada de Angkot. En aquellos tiempos ya era considerada como “la joya de la corona” de la civilización jemer.
No en vano, en uno de los más impresionantes edificios y, donde se sabía que vivían muchos de los monjes del complejo, el de Ta Prohm; hoy día se había transformado en un verdadero y sobrecogedor escenario natural. La estructura de piedra, en la actualidad estaba abrazada por grandes y verdes higueras y líquenes; era un icónico escenario de películas de ciencia-ficción. Como, por ejemplo: Star Wars».
A esas horas nunca solía haber turistas visitando el lugar —sí acaso quedaban algunos vigilantes, y siempre vestidos de paisano—; no obstante, aquel día en concreto, parecía estar absolutamente desierto.
A Jon le encantaban aquellos instantes de soledad; cuando ya había dado buena cuenta de algo más de la mitad de su almuerzo —un bocadillo—… una extraña, cosquilleante y desagradable sensación lo hizo estremecer.
No sólo la había experimentado corporalmente, con un fuerte escalofrío que le recorría todo el espinazo —«es cómo cual colonia de hormigas gigantes», pensó el joven—; sino que, también la había sentido de forma sensorial. Una vivida “visión” de algo que le iba a suceder y… por algún extraño motivo, sabía que sería muy pronto.